Una entrevista a Carlos M. Luis

Año tras año Carlos M. Luis y su esposa Martha nos hacían la visita (Carlos y Martha en París). Tenía sus rincones secretos (sobre todo viejos libreros) en esta ciudad que idolatraba y a ambos les gustaba retirarse a la Provenza, exactamente a Aix-en-Provence. Sus viajes eran como peregrinaciones obligadas a lo que para él significaba su fuente nutritiva: Francia. Conversador como no había dos, Carlos conocía las historias más sabrosas de una Cuba extinguida, unas más picantes que otras, todas dignas de ser reproducidas. De él conservaré siempre recuerdos muy gratos, tanto aquí como en Miami, donde también nos reunimos muchas veces, en su propia casa, para rendirle culto al inigualable flan de coco de Martha.

En 1999 junto a Enrique José Varona entrevisté a Carlos durante una de sus visitas habituales a París. La entrevista, en su integralidad, nunca la habíamos publicado. Ahora puede leerse en Diario de Cuba:

Enlace: Entrevista a Carlos M. Luis

Núcleos, poemario de Carlos M. Luis. Ed. Catalejo, 2000.

Núcleos, poemario de Carlos M. Luis. Ed. Catalejo, 2000.

"Para William que busca a Cuba como un Diógenes moderno", 2001.

«Para William que busca a Cuba como un Diógenes moderno», 2001.

Una reseña que publiqué en El Nuevo Herald, el 28 de marzo de 2001, sobre el poemario de Carlos M. Luis.

Una reseña que publiqué en El Nuevo Herald, el 28 de marzo de 2001, sobre el poemario de Carlos M. Luis.

En casa de Carlos M. Luis, Miami, 2 de enero de 2000. De izq. a derecha: Casas, Mario Bencomo, Carlos M. Luis, Enrico Mario Santi y William Navarrete.

En casa de Carlos M. Luis, Miami, 2 de enero de 2000. De izq. a derecha: Casas, Mario Bencomo, Carlos M. Luis, Enrico Mario Santi y William Navarrete.

Entrevista a Carlos M. Luis

Por: William Navarrete y Enrique José Varona

El 9 de junio de 1999, en París, entrevistamos al crítico de arte cubano Carlos M. Luis (La Habana, 1932 – Miami, 2013) quien solía venir a Francia cada año acompañado por su esposa Martha. La entrevista había permanecido inédita y formaba parte de un proyecto de entrevistas realizadas por ambos, entre 1998 y 2002, a numerosos artistas y personalidades del ámbito de la plástica cubana. De la antes mencionada sólo habíamos publicado fragmentos en el boletín 100 Años (n° 6, junio de 2000), de la Asociación del Centenario de la República Cubana. Con motivo del reciente fallecimiento de Carlos M. Luis hemos deseado ofrecerla en su integralidad. La entrevista fue grabada y luego transcrita por nosotros. Se la enviamos a Carlos M. Luis por correos y éste nos la devolvió con las correcciones que estimó pertinentes, así como con los añadidos. Ambos documentos, grabación y transcripción corregida y ampliada, obran en nuestro poder.

¿Crees que se puede hablar de una tradición de crítica de arte en Cuba?

Creo que no. En el siglo XIX hizo crítica de arte Martí. Un hombre como José Antonio Saco menciona la pintura y a sus creadores de una forma despectiva en su obra sobre la vagancia. En ese momento no sale nadie en Cuba que pueda tener un ojo crítico de la pintura de Chartrand, por mencionar a un pintor del siglo XIX que tiene cierta calidad. Habrá que esperar a que surja la figura de Martí, como dije, quien desafortunadamente no deja, en ese sentido, a ningún continuador inmediato. Se podrá decir lo que se quiera sobre la crítica de arte martiana, pero sin duda alguna fue un hombre que se abrió a las nuevas corrientes hasta donde pudo: Seurat, el Impresionismo y esto con el entusiasmo que lo caracterizaba. Después, Julián del Casal escribió algunas páginas sobre Armando Menocal en las que dejaba plasmado sus puntos de vista sobre este pintor, algo que de cierta manera era una forma de crítica. La República pasará en seguida por un periodo de silencio en este sentido, por así decirlo, hasta que llega la renovación con la Vanguardia, en 1923. Con ella surgen individuos que comienzan a estudiar la pintura cubana: Jorge Mañach, más adelante Luis de Soto y otros más. Estimo que la crítica de entonces era muy convencional y académica, si se tiene en que cuenta que crítica debe ser algo que abre puertas e invita a la exploración. Más tarde, con la nueva generación de poetas de Espuela de Plata y demás, surge Guy Pérez de Cisneros. Su mirada, aunque un poco afrancesada, daba elementos para las disquisiciones necesarias. Finalmente surge Loló de la Torriente que considero fue la mejor crítica e historiadora de arte de todo ese periodo. Escribió dos libros sobre la pintura cubana.

¿Consideras que el grupo Orígenes tuvo alguna influencia en la pintura de su tiempo?

Sí, sobre todo en la obra de sus tres pintores favoritos: René Portocarrero, Mariano Rodríguez y Amelia Peláez. La obra de Lezama fue la que dio un sentido poético a esta pintura y posibilitó su reinterpretación a partir de una imagen arcádica de Cuba que sufrirá su crisis en la década de 1950. Los origenistas se encasillaron en una apreciación plástica que correspondía más bien a la década anterior. Pero no es menos cierto que la revista contribuyó a la difusión de muchos pintores y cada portada lleva la obra de uno de ellos. Por otra parte, rechazaron injustamente a otros, como a Carlos Enríquez, algo que considero fue un error de Lezama y de los origenistas. A Lam lo admitieron, aunque recuerdo que participé en una discusión en donde, por cierto, estaban presentes Jorge Camacho, Lozano y el Padre Gaztelu, y Lezama quería imponer a Portocarrero y obviar a Lam, pues el autor de Paradiso veía a través del primero las posibilidades plásticas de su propia poesía. Cuando se produce la ruptura de los años 1950, Cuba se abre a las tendencias internacionales y como resultado surge el Grupo de Los Once, se asimilan aspectos del arte norteamericano contemporáneo y hay influencias notables de la arquitectura y de la publicidad modernas. En ese momento, Orígenes no sabe cómo interpretar esto. Curiosamente, la revista Ciclón, por ejemplo, tampoco logra entenderlo y ataca incluso a la pintura abstracta y defiende por oposición el arte de Eduardo Abela.

Conociste personalmente a Lezama Lima y tuviste contactos con Orígenes. ¿Qué puedes revelarnos sobre la figura de su fundador?

Se han dicho muchas cosas sobre Lezama y ahora todo el mundo se sube al carro de los que dicen que lo conocieron. Yo lamento que los que sí conversamos mucho con él no hayamos tenido la iniciativa de escribir o de grabar aquellas fabulosas conversaciones, algunas muy técnica, barrocas y enreversadas. Le encantaba el chisme, los intríngulis de las relaciones entre la gente y todo esto lo disfrutaba con un criollismo impresionante. La estructura rígida de su sistema de valores, más el compromiso que se creó a partir de Orígenes, afectó mucho su propia obra, pues Lezama era de una voluptuosidad extraordinaria y de un gran ludismo que nunca pudo practicar como hubiera querido. Lezama solo es una cosa. Lezama dentro de Orígenes es otra. Su novela, por otra parte, fue un intento de sucesivas encarnaciones en los personajes que iban apareciendo en ella. Su hermana Rosa, la pobre, era otra a como él la pintó en Paradiso. El coronel era simplemente capitán y él lo elevó de rango. Se escondió detrás de una sexualidad que hubiera sido la que deseaba para él pues la suya fue bastante frustrante. En otros autores eso no sucede. Virgilio [Piñera], por ejemplo, disfrutó sus apetencias y decía que le gustaban los guagüeros. En el caso de Lezama el transfería los deseos que no se permitía satisfacer a los otros. Por otro lado, la obsesión fálica de Lezama aparece en su narrativa. El Farraluque de Paradiso lo tomó de un cuento que yo hice en su casa en aquella época. Nosotros teníamos un hombre que trabajaba en casa y se llamaba Narciso, que decía que tenía un falo gigantesco. Una amiga que vivía en el reparto Kohly quería hacer obras en su casa y se lo enviamos. Cuando Narcisco regresó nos contó que se había tirado a la criadita de la casa, a la vecina, al chofer y hasta a la amiga nuestra, todos fascinados por el tamaño de su falo. Lezama oyó la historia con deleite, pues ahora yo la he hecho sin gracia y sin dar detalles, pero en la época no la hice así de simple. Después apareció más o menos imaginada en Paradiso. Cuando esta novela salió, Cintio Vitier y Fina García Marruz, su hermana Eloísa, el Padre Gaztelu – todos celosos guardadores de la «pureza» origenista -, dijeron que en el mundo de Lezama no había nada homosexual. El problema es que con ellos él no se destapaba como conmigo. Su actividad sexual, Lezama la transformó en actividad gastronómica. Su realización sexual era la gastronomía y por ahí llegaba a la satisfacción.

Hay dos críticos de arte de ese periodo que muchos artistas que hemos entrevistado mencionan. Se trata de Baragaño y de Teixidor. ¿Qué papel tuvieron realmente en el panorama del arte cubano de entonces?

Baragaño fue un personaje un poco folclórico. Viajó a París y contactó aquí al grupo de los Surrealistas, escribe un libro de poemas que me parece se llama Cambiar la vida y regresa a la isla ya como Surrealista. Yo lo conocí y puedo decirles que era un hombre que despreciaba enormemente la pintura cubana, a la excepción de a Lam sobre el que sí escribió un pequeño libro. Baragaño no tuvo tiempo de organizar exposiciones en Cuba en los cincuenta porque cuando él regresa la revolución estaba casi en punta. Orígenes ya se había convertido en algo más académico cuando Baragaño devino en una especie de diablito del grupo. Recuerdo el día en que a los origenistas se les ocurrió organizar en el Lyceum de La Habana un acto en homenaje a Paul Claudel y Baragaño lo interrumpió diciendo que Claudel era un poeta reaccionario. En cuanto a Joaquín Teixidor, sé que que escribía sobre arte y que se relacionaba con los círculos artísticos de la época. De vez en cuando salía alguna crítica hecha por él, pero no creo que haya tenido una importancia excesiva en este ámbito.

Trasladémonos ahora a Miami. ¿Qué sucede en los años sesenta en esta ciudad en cuanto a la plástica?

En los sesenta muy poco. En esa década se sientan las bases para lo que luego aparecerá en los setenta y que se ha llamado Generación Miami: Mario Bencomo, María Brito-Avellana, Humberto Calzada, Pablo Daniel Cano, Emilio Falero, Fernando García, Juan González, Carlos Macía, César Trasobares, etc. Algunos de ellos no lograrán madurar su obra y mueren más tarde como Juan González y Carlos Macía. Pero en los sesenta se trataba de hacer algo y el poeta Mauricio Fernández organizó exposiciones y se abrieron dos galerías que después cerraron. Cuando yo llegué a Miami [procedente de Nueva York] en 1979 ya florecía un poco más todo el ámbito de la plástica. Miami estaba entonces bastante aislada y la pintura cubana que se hacía aquí en Francia, por ejemplo, se ignoraba completamente. Yo la di a conocer entonces con una exposición llamada 10 artistas cubanos en París.

¿Cómo surge y en qué contexto el Museo Cubano de Miami?

Surge bajo la filosofía de la nostalgia. Sus fundadores eran personas extremadamente conservadoras cuya interpretación de lo cubano se basaba en una Cuba vestida para la primera comunión, una especie de Virgen María que nunca se había manchado. Para ellos en Cuba nunca había pasado nada malo. Con ese concepto y estableciendo muy claramente las distancias entre la Cuba insular y la del exilio, se funda el Museo Cubano. Eran personas que además no tenían muy clara la idea de qué es un museo y pensaban que éste era una institución para que las damas fueran a recepciones en donde se hablara de Cuba y que tal o más cual colegio organizara meriendas para recaudar fondos para la Liga contra el Extreñimiento o cosas por el estilo. Logran finalmente, aunque sea así, sus objetivos e inauguran el Museo con una muestra de Víctor Manuel. En esa época yo había llegado ya a Miami, en donde acaban de intentar la fundación una Bienal de Arte del Exilio y aquello había terminado como la «Fiesta del Guatao» pues nadie se puso se acuerdo y terminaron acusándose unos a otros de cualquier cantidad de cosas. Yo dirigía entonces una galería [Meeting Point] que entonces cierro y paso entonces a dirigir el famoso Museo, entre 1988 y 1990, o sea, durante los años más turbulentos de la institución. Nadie se imagina lo que era una reunión de la Junta Directiva de aquel Museo. En realidad la situación representaba lo que era la composición mental cubana de ese momento: la cultura como fachada pero sin ningún cuerpo crítico sólido. Poco a poco van llegando gentes más jóvenes y se acaricia la idea de exhibir obras de pintores que habían vivido en Cuba y fallecido en la isla después de la revolución. Cuando hice una exposición sobre las revistas cubanas y el reflejo de las artes plásticas en ellas tuve lógicamente que incluir a Portocarrero, a Lam, a Amelia, entre otros. El hecho de que estos pintores hubieran fallecido en Cuba después de 1959 fue una razón para que la Junta del Museo vetara la exposición después de múltiples discusiones pavorosas. Pude, eso sí, organizar algunas retrospectivas de Carlos Enríquez, Abela, Cundo Bermúdez, etc.

¿Cómo se produce la crisis del Museo Cubano que entonces dirigías?

La crisis final del Museo se produce alrededor de 1988. La sociedad cubana no está concebida como la americana en que las grandes empresas promueven e invierten en cultura, sino que en nuestra sociedad para conseguir fondos hay que recurrir al capital privado. Fue entonces que surgió la idea de hacer subastas y vender obras de arte para amortiguar los gastos del Museo. Se hizo una primera subasta y se recaudaron 40 000 dólares. Habiendo sido positiva se organizó al año siguiente otra subasta. En ese entonces existía un crítico de arte llamado Rafael Casalins que escribía para El Nuevo Herald lo mismo crítica de arte que de restaurantes. Era un tipo con gracia y en sus artículos introducía la visita a una exposición de arte después de haber precisado que antes había estado cenando en tal restaurante con Fulano o con Mengano. Casalins coleccionaba obras de arte y cuando falleció, René Jordán, quien era crítico de cine, me llama para que el Museo se ocupe de su colección. Propongo entonces que se haga una exposición con aquellas obras: Wifredo Lam, Mariano Rodríguez, Carmelo González, entre otros. En ese momento yo estaba en vísperas de un viaje a Venezuela y regresé el mismo día de la inauguración de la exposición. Cuando llego al Museo, Mignón Medrano, que era directora emérito de la institución, se abalanza contra mí y me acusa de traidor ideológico porque había expuesto a aquellos pintores. En ese momento se sentaron las bases para la debacle posterior. Entre tanto, se producen otros careos, como uno en torno a la dramaturga Dolores Prida, que vivía en Nueva York desde hacía mucho tiempo y había formado parte del grupo de Los Maceítos y de la revista Areíto. Se organiza un festival de teatro y cuando se supo que Prida estaba entre los que participaban entonces los que habían fundado la revista Mariel firmaron un Manifiesto en el que se oponían a la participación de ella en dicho festival pues argumentaban que no la consideraban exiliada ya que iba a Cuba constantemente. El Nuevo Herald aprovechó entonces la coyuntura para atacar al exilio cubano del cual dijeron que era enemigo de la libertad de expresión y otras cosas más. A partir de ese momento, todos los que estaban en la polémica se radicalizaron desde sus posiciones. Yo mismo redacté otro Manifiesto y tuve que ir personalmente a hablar con el director de El Nuevo Herald para que lo publicaran pues llevaba días recibiendo acusaciones por haber sido estado entre los organizadores del festival de teatro. Todo esto está sucediendo en un momento en que la situación política en Cuba está cambiando y surgen los llamados dialogueros del exilio, o sea, los que estaban dispuestos a iniciar el diálogo con el gobierno de la Isla. Poco tiempo después comienza la famosa segunda subasta y alguien por alguna razón lanza una alerta a través de la radio diciendo que el Museo Cubano iba a vender a pintores castristas: Lam, Portocarrero, Mariano, Cabrera Moreno. Esto creó una situación sumamente difícil. Yo mismo fui acusado de «contrabandear» con el enemigo y tuve que ir a los tribunales. Quemaron un cuadro de Mendive y la cosa tomó tal envergadura que hasta la UNEAC nos envió un telegrama felicitándonos, lo cual nos hundía más todavía. Todo aquello lo que reflejaba eran las contradicciones internas del exilio y la situación interna de Cuba. Es a partir de la crisis del Museo Cubano que cambian algunas directivas del exilio y aparecen figuras que aprovechan la coyuntura para hacerse de un nombre y escalar posiciones en el mundo político de la ciudad. Ahora han pasado muchos años y Mendive ha expuesto en una galería de Miami y la persona que que quemó el cuadro, un ingeniero que fue paracaidista en la invasión de Bahía de Cochinos y que había tratado al pintor de negro, santero y maricón, fue enseguida a codearse con él. Se vendieron 250 000 dólares de cuadros de Mendive y se dijo que aquello era «una gran reivindicación». Cuando la prensa vino a entrevistarme yo dije claramente que aquello no era ninguna reivindicación, sino un gran negocio.

¿Y después de aquella experiencia del Museo?

Después del descalabro del Museo me dediqué a la enseñanza en Saint John Vianney College Seminary, un colegio de enseñanza católica con unos curas y monjas exquisitos, donde sólo se hablaba de filosofía postmodernista, que era lo que a mí me interesaba. He seguido dando cursos sobre pintura cubana, escribo con frecuencia para El Nuevo Herald, siempre sobre arte, y he publicado mi libro de ensayos El oficio de la mirada donde abordo temas como el eros lezamiano, la década de Orígenes, la sexualidad en la obra de Carlos Enríquez, la caricatura colonial de los negro y lo mulato, la trayectoria del cubismo en Cuba, la máscara en la obra de Lam y de Portocarrero, coincidencias de la poesía de Poveda con la pintura de Ponce, así como el mundo teatral y poético de René Portacarrero.

¿Cómo vez y entiendes la pintura cubana del siglo XX?

Definir qué es la pintura cubana del siglo XX es algo muy difícil porque habría que buscar denominadores comunes. ¿Qué es más cubano: una pintura abstracta de Hugo Consuegra o un interior del Cerro de Portocarrero? ¿Es más cubano lo que hace Jorge Camacho, Ramón Alejandro, Gina Pellón o Bedia? La pintura cubana ha florecido, se ha manifestado en muchos lugares, se ha alimentado de corrientes alternas de todas partes y ha creado una expresión, fuera y dentro de Cuba, que ya no se puede considerar como cubana por el simple hecho de que se aborde lo étnico o lo folclórico. Espero que la globalización cultural acabe de una vez y por todas de introducirse en el espíritu de los cubanos y que Cuba se interprete no desde Cuba sino desde lo internacional. La visión de Cuba por sus propios hijos está aún entronizada en el siglo XIX. Hay que poner entre paréntesis, de una vez y por todas, tanto peso patriótico, a tantos próceres y líderes que hemos ido fabricando por el camino. Hace poco le dije a un joven escritor que si quería conocer Cuba que se leyese a Kafka y a Beckett. El lamentable episodio que ha ocurrido recientemente con el niño Eliancito ha puesto, una vez más, de manifiesto la necesidad que tenemos de desarraigarnos de eso que llamamos «lo cubano» para conocer de verdad Cuba. Fíjense ustedes en nuestra obsesión con Fidel: le hemos dado demasiada entrada dentro de nosotros mismos. A Martí igual: éste le ha servido de excusa a cuanto bribón ha tenido Cuba para hacer toda suerte de tropelías. Basta ya de tantos himnos, banderas, etc. Yo cambiaría nuestro Himno Nacional por el danzón Almendra que tiene raíces más internacionales y además es bailable…

¿Consideras que con la llegada a Miami de los pintores de la generación de los ochenta en Cuba ha cambiado la perspectiva de la pintura cubana en el exilio?

Muchos de esos pintores que llegaron en los ochenta tuvieron que irse de Miami pues Miami no resultó ser la tacita de oro que soñaron. De cualquier modo, los fenómenos culturales se favorecen con estos pequeños encuentros o exabruptos, según el caso. Por otra parte algunos de estos pintores se encontraron aquí con el dilema de que en Cuba su pintura era contestataria y tenía un contenido ideológico que chocaba con el régimen pero a la vez los colocaban en una órbita internacional. En Miami esta confrontación carecía de sentido.

¿Qué puedes decir de las colecciones de arte cubano fuera de Cuba?

Hay grandes colecciones. Si son coherentes o no, no lo sé. El tejido de una colección no es sólo obras maestras, sino dibujos, esbozos, etc., que le van dando realce y permiten acercarse a la pintura desde todos los ángulos. Lo que quizá nunca se dirá es que la mayor parte de las colecciones de pintura cubana atesoradas por cubanos se han hecho con la idea de querer tener un estatus diferenciador, no con un acercamiento consciente y sensible hacia la obra comprada. Es corriente oír a coleccionistas que le dicen a otros: «Yo te echo el Portocarrero mío contra el tuyo y seguro que le gano», como si se tratara de una pelea de gallos. Otros son más refinados, por suerte, y se han hecho de colecciones fabulosas, como fue el caso del difunto Giulio V. de Blanc quien tenía a mi juicio la colección de pintura cubana más orgánica fuera de Cuba.

¿Qué impresión te causó el estudiantado cubano cuando ofreciste una conferencia sobre la pintura del exilio en la Universidad de La Habana?

Fue muy emocionante pues los estudiantes nunca habían oído hablar de muchos pintores que yo presenté allí. Dejé todo lo que había llevado, catálogos, etc. Tuvo gran impacto. Luego supe que la conferencia se publicó en la revista Temas [n° 10, abril-junio de 1997] y que también había tenido mucho aceptación. Para mí fue un descubrimento de muchas cosas y me parece que me entusiasmé más de la cuenta, como es lógico, pues entré en contacto con la gente joven que tiene mucha avidez por saber qué sucede afuera.

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